La referencia a este contenido se vincula con una institución chilena que recorre transversalmente la sociedad alta, media y baja. Se denomina pelambre, cuento, cahuin, cuya función es el perjuicio ajeno y el beneficio propio, o a lo menos lograr indisponer, abaratando la imagen del prójimo frente a la mirada ajena, dentro o fuera de la familia.
Estos usos y costumbres del informante o cuentero, sapo, sicofante, soplón, le traen dividendos tangibles o intangibles, pero su verbo y su gesto arrasan de manera sibilina tanto a personas como instituciones.
Es posible observar esa conducta desde grandes personajes eclesiásticos, educadores connotados, militares y civiles, hasta el pícaro ladronzuelo de poca monta, pasando por dueñas de casa, señoras y señoritas de toda índole, niños, adolescentes, adultos y ancianos. Nadie se libra de ser narrador de erróneas y deshonrosas experiencias ajenas ni tampoco de ser víctima de un relato en que el relatante desprestigia a su personaje principal.
Es una costumbre lamentable que a los chilenos nos tiene fregados, impide el desarrollo honesto, bloquea a las personas en sus metas y estrategias, pone obstáculos e impedimentos imaginarios, destruye alternativas y posibilidades de desarrollo. Hoy incluso ya se ha sumado al lenguaje técnico de la mala convivencia escolar y profesional y se habla de bullyng y mobbing, es decir, acoso escolar y laboral.
¿Cuál es el origen de esa mala costumbre?
Quizás el siguiente texto contribuye a ilustrar o por lo menos a indagar el momento crucial en que en la historia de España aparece ese tipo de personaje que con el descubrimiento de América se viene y se trae en sus cofres y faltriqueras tanto las malas intenciones y las pésimas palabras, como la viruela y otras pestes que exterminaron a los indígenas, y aún impactan en la idiosincrasia nacional.
Soliloquio sobre la inquisición y los moriscos
Por Julio Caro Baroja
Historiador y antropólogo
El «malsín»
En el seiscientos, se ha creado una Moral. Sí, pero una Moral Pública. Ojo con la distinción. Se ha creado toda una estimativa o Axiología que se impone a la sociedad. ¿Qué hará el historiador, el observador lejano en el Tiempo, ante ella, si quiere aplicar a su estudio criterios de Moral evangélica o socrática, o filosófica, en general? Confundirse y confundir si no deslinda los campos.
Voy a deslindarlos antes de seguir adelante. Personalmente, como individuo hijo de mi medio y de mi tiempo, tengo una aversión total por la vida pública. Pienso con frecuencia que la Política es el raro arte de hacerlo todo mal, cuando de vez en cuando hay ocasiones de hacer las cosas bien o regular. Una de las formas que los políticos tienen de malbaratarlo todo es la de prolongar lo que debía de ser corto y rápido, convirtiéndolo en largo y pesado.
La Inquisición española -dicen algunos--, fue un instrumento creado al calor de los acontecimientos y en vistas a una situación político-religiosa dada. Será esto verdad, pero el prolongar su existencia hasta el siglo XIX es un hecho que indica una ligereza mastodóntica por parte de los hombres de gobierno. Ilusión loca de inmovilismo y expedientes pobres para mantener el «orden». Pero esta ilusión tenía muchos adeptos en tiempos antiguos y aún la tiene en éstos, para mí desdichados, en que vivimos.
Dejo pues la Moral individual, mi Moral, a un lado y sigo con el análisis de la situación creada, desde el punto de vista de los valores políticos y religiosos colectivos. Durante los primeros años de su funcionamiento, la Inquisición española se ocupó de modo preferente en fiscalizar y controlar la vida religiosa de los judíos bautizados y de sus descendientes.
Todo: el tinglado administrativo que se montó con este fin peculiar, se aplicó también a otros fines, como el de reprimir las infiltraciones luteranas en la primera mitad del XVI, más tarde las calvinistas, en castigar incrédulos, blasfemos, escandalosos, hechiceros y hechiceras de distintas castas y pelajes, brujos y brujas. En nombre del bien común y de la «Unidad». «Au service de I'ordre», como podría estar Mr. Paul Bourget a comienzos de este siglo dentro de estructura política muy distinta.
El señor Inquisidor, allí donde funcionaba su Tribunal, actuó e hizo actuar a la gente produciendo, mecánicamente casi, un tipo de persona que se da en distintas sociedades y que cobra perfiles muy acusados en la que nos ocupa: este tipo es el del malsín, el malévolo denunciador secreto, el soplón o chivato, como ahora se dice. «Malsín -vuelvo a Covarrubias- es el que de secreto avisa a la justicia de algunos delitos con mala intención y por su propio interés».
Malsines hubo en los estados medievales. Los malsines desempeñan siempre un gran papel en tiempos de Despotismo y de Terror, en que los conceptos de «delito» y «justicia» andan como Dios quiere.
Mas para operar fríamente en términos históricos, dejemos a un lado a los chivatos modernos y a los malsines de hace cuatrocientos o más años. Recordemos a los sicofantes mencionados al principio. El ejercer de sicofante en Grecia no es en origen algo reprobable. Acusar públicamente a los criminales y delincuentes era un deber.
¿Pero quiénes eran los criminales y delincuentes? He aquí el quid.
Pronto se dieron abusos y la «delatoria curiositas» de unos se unió a la maldad interesada de otros para atacar a gente distinguida y por lo tanto, envidiada. Desde el siglo V a. de C. el sicofante es un ser del que se habla con desprecio. Más tarde en Roma, en épocas de tiranía de algunos emperadores o de anarquía militar, el malsinar estuvo a la orden del día. Siempre ante una «justicia» y un «orden» con unas figuras de delito también. Pero, vuelvo a mi tema, ¿qué tienen que ver este orden y esta justicia con la Moral individual? Son casi siempre productos contrarios a ella.
La Inquisición española acaso usó de los malsines en forma más recatada que los tribunales griegos y romanos. Fueron sin embargo la obsesión de los judaizantes.
Simmel, en un pasaje de su Sociología, alude tomándolo de alguna tradición judaica, a los llamados «garduños» ¿Pero en qué modo los moriscos fueron objeto del interés de los inquisidores y de denuncias de malsines y otras gentes? De un modo particular y diferente a como fueron vigilados y perseguidos los conversos de judíos y judaizantes o a como se controlaban los dichos y hechos de los cristianos viejos «descarriados».
Se arranca siempre al juzgarlos de la inferioridad no sólo cultural sino también psíquíca de los del grupo en bloque, en contraste con la excelencia que se atribuye al cristiano viejo desde el punto de vista intelectual.
Manipulaciones
El morisco bautizado aparece casi siempre como un hombre imposible de catequizar, de cristianizar, espiritualmente hablando, hágase lo que se haga. Así lo presentan todos los autores «antimoriscos» en el momento de mayor pasión y varios teólogos y consultores del Santo Oficio.
También otros textos, en apariencia más objetivos. Pero la realidad es que cuando una religión triunfa e impera, apoyada en un fuerte poder político, las posibilidades de resistirse a ella son menos fuertes de lo que se dice. Hay gente que adopta una postura acomodaticia. Los acomodaticios no son de hoy. Hay gente que se convierte de verdad, digan lo que digan los enemigos de su grupo o los que quedan reacios.
Al tiempo de la guerra de Granada, durante el reinado de Felipe II, había en la ciudad bastantes hijos de moriscos que eran sacerdotes católicos y jesuitas, cristianos sinceros. En un ánimo sensible que se encontrara ante el dilema de escoger entre la religión secreta y la pública, la lucha podía ser terrible porque las calidades intrínsecas del Catolicismo del XVI podían arrastrarle.
De nada de esto se habla casi. El problema de la conciencia se plantea en términos de una tosquedad que raya en la brutalidad. Más aun, si cabe, cuando se trata de los conversos de judío que por pertenecer a un estamento con mayor cantidad de gentes sutiles podían dar formas más variadas de religiosidad. ¿Pero a qué meternos en honduras? El cristiano viejo, el converso de judío, el judío, el moro y el morisco son seres mondos y lirondos, cortados por patrón según la Estimativa referida, manipulada por burócratas y políticos.
El papel de los grandes literatos españoles de la época en torno a la estimación de los moriscos y a su expulsión, es de sumisión total al criterio gubernativo. No podría haber sido otro, pero hubiera sido mejor guardar silencio que demostrar complacencia en casos evidentes de violencia ordenancista y populachera a la par. Examinemos ahora un poco de cerca algunos documentos.
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