viernes, 5 de febrero de 2010

¿Es posible la educación de calidad en el contexto de la formación cultural chilena?



¿ES POSIBLE UNA EDUCACIÓN DE CALIDAD?



RAK

septiembre de 2009


El interés y la reflexión acerca de la identidad cultural chilena han estado presentes en forma endémica en el panorama intelectual de nuestro país, tanto en los ambientes universitarios y escolares, como en los medios de comunicación social mediante columnas de opinión, reportajes y entrevistas. Uno de sus hitos es la celebración del primer centenario de la independencia, 1910; otro momento crucial es la celebración del bicentenario, el año 2010.

El ensayo, la narrativa, el teatro, la plástica, la música, entre otras formas, han sido los medios de expresión de esta sensibilidad de búsqueda del ser chileno que, además, no es un caso aislado en Hispanoamérica. Asimismo, puede observarse que dicha prospección acerca de nuestro ser nacional se ha realizado desde variadas perspectivas –desde la visión cristiana hasta la marxista-, respondiendo a la necesidad histórica y al imperativo ético de comprender y debatir en torno a la complejidad de los fenómenos políticos, sociales y económicos producidos en especial en estos últimos 30 años. En efecto, según el sociólogo Jorge Larraín: “Una de las constantes del pensamiento latinoamericano ha sido esta búsqueda permanente y apasionada de respuestas a la pregunta por la identidad, en parte por sus orígenes mestizos, y en parte por autoconsiderarse como permanentemente en crisis.”

En síntesis, de modo semejante a como ocurrió en las proximidades del centenario de la independencia de Chile, se visualiza hoy día la concomitancia de distintas manifestaciones académicas o artísticas interesadas en la revisión del sentido de la cultura chilena en el concierto hispanoamericano, por un lado, y por otro en su relación con E.E.U.U, Europa y Asia. Al respecto, advierte el sociólogo Hernán Godoy: “El tema del carácter nacional, su definición y crítica, corre a través de toda la historia intelectual de Chile, aflorando con más vigor cuando arrecian las crisis.”

A manera de ejemplo, refiero parte de esta abundante bibliografía acerca de la identidad chilena, en particular libros de más calado académico, tanto ensayos, como estudios provenientes del rigor metodológico de las ciencias sociales. En particular es preciso indicar los títulos en orden cronológico, ya que estas obras fueron muy significativas en la reflexión política ocasionada por la intervención militar (1973-1989. Incluso algunas de estos ensayos se sitúan en un futuro aún lejano en ese entonces, pero que ya está presente en el año del bicentenario.

Hernán Godoy: Estructura social de Chile. (1971) El carácter chileno. (1976)
Pablo Huneeus, et. al.: Chile 2010: Una utopía posible. (1976)
Sergio Villalobos: Para una meditación de la conquista. (1977)
Pablo Huneeus: Nuestra mentalidad económica. (1979)
Cristián Gazmuri: Testimonios de una crisis: Chile: 1900-1925. (1979)
Pablo Huneeus: La cultura huachaca. (1981)
Hernán Godoy: La cultura chilena. (1982)
Isabel Cruz de Amenábar: Arte y sociedad en Chile: 1550-1650. (1986)
Ricardo Krebs, et.al.: Chile en el ámbito de la cultura occidental. (1987)
Sergio Villalobos: Origen y ascenso de la burguesía chilena. (1987)
Bernardo Subercaseaux: Fin de siglo: la época de Balmaceda. (1988)
Sergio Villalobos: Portales: una falsificación histórica. (1989)


Si bien hoy subsiste la discusión acerca de la validez de las distintas percepciones acerca de la identidad nacional, el hecho concreto de la permanencia de este debate permite concluir que a lo menos este interés se relaciona con la indagación acerca de una intraimagen y de una exoimagen que posibilite la interacción con las demás nacionalidades desde una plataforma distintiva en el imaginario colectivo.

Por ejemplo, en el anverso positivo o activo se ha dicho que el carácter chileno presenta: voluntad y sobriedad, que se actualiza en la tradición democrática, ligada a la lucha por la justicia; estoicismo y tenacidad ante los desafíos; espíritu de empresa y abertura al mundo; afán de progreso, generosidad y hospitalidad, sentido del humor, patriotismo y calidez en las relaciones humanas. El reverso negativo o pasivo, tal vez proveniente de la fuerza modeladora de los grupos dominantes, del autoritarismo o del caudillaje institucionalizado, muestra un carácter chileno sobresocializado, es decir, inhibido, tímido, tendiente al mutismo y a la inseguridad. El historiador católico y conservador, Mario Góngora, ha reconocido lo siguiente: “La democracia chilena no ha prescindido, ni mucho menos, del otro polo del poder, el que hemos denominado monárquico presidencial y, lo que es más característico de la evolución desde 1920, le ha dado al cargo presidencial un contenido más fuerte de caudillaje.”

“El carácter patriarcal que conservó la sociedad chilena hasta avanzado el siglo XX –prosigue Hernán Godoy-, permitió un proceso de socialización intenso y continuo, bajo putas de relaciones paternalistas y autoritarias fuertemente legitimadas por patrones culturales irradiados por los grupos de referencia dominantes. (…) La sobreprotección institucional –de la familia, del Estado, de la Iglesia, de la educación, de los partidos políticos- refuerza el sindrome gris del carácter chileno, que se manifiesta en el conformismo y la politiquería, el afán burocrático, la falta de audacia, de espontaneidad y de perseverancia, la inhibición y la inseguridad, el criticismo y la frustración.”

Por otro lado, también ha estado presente en la discusión la inquietud acerca de si efectivamente existe una cultura o una identidad nacional. Al respecto, se ha hablado de la ambigüedad de una formación social chilena que tiene que debatirse como una parte de un conflicto más general. Mario Góngora percibió la situación de la siguiente manera en un ensayo que data en 1969: “Hablar de posibilidades de cultura en este momento parece totalmente ilusorio. El arcaico mundo hispanoamericano tiene que convivir forzosamente con una civilización tardía todavía prestigiosa, la occidental, y con una civilización colonial de inmenso poder, la norteamericana. (…) Hoy día nos encontramos ante un creciente abandono de los ideales de formación humanista y un predominio de las fuerzas mecánicas, del puro dinamismo técnico y económico, con todos sus subproductos ideológicos de justificación y glorificación. Los imperialismos imponen ciertamente tal sumisión, sobre todo el norteamericano, que influye más pedagógicamente hoy día en Hispanoamérica para conseguir la imitación de su forma de vida. Pero, además, desde dentro se encuentra con movimientos nacionalistas que ya no confían en el carácter nacional, sino que están motivados por parecidas tendencias a las que reinan en los países dominantes, y quieren solamente capturar el secreto de su poder.”

En la perspectiva de la racionalidad crítica precedente, la constatación de ciertos factores de invalidez y alienación cultural de Chile son constantes en los discursos acerca de esta voluble materia. Aparece como un desarraigo del yo y la dominación de éste por poderes exógenos y anónimos; extrañeza e incongruencia entre lo exterior y lo interior, carencia de sincronización y de sintonía, zona enclaustrada que se esguinza y deviene un mundo grotesco y deforme. Tomás Lefever, por ejemplo, explicita como rasgo concéntrico del arte chileno su imposibilidad de expandirse con estilo inconfundible, porque “su sustancia parece estar amasada con los ingredientes del exilio anímico y de una permanente nostalgia por valores socioculturales mayoritariamente europeos. (…) Chile aparece entre todos los países del bloque americano como el de características propias menos acusadas. (…) El chileno se manifiesta en general como un curioso ejemplar humano oriundo de Europa y transplantado a suelo americano. (…) el sujeto chileno arquetípico (…) parece vivir como desligado casi por completo de su paisaje nativo, el que por otra parte, apenas sí se proyecta en el campo de sus realizaciones personales.”


Tal vez, entonces, se podría hablar de la marginalidad de la formación cultural hispanoamericana. Leopoldo Zea afirma que: El interés por indagar en la originalidad de la cultura en América “es así una preocupación que tiene su origen en un afán de reconocimiento: el que puede otorgarle la cultura occidental al quehacer americano.” En la época de emancipación americana –indica Zea- hubo dos tendencias: una fue la que propuso la adopción del espíritu de originalidad europeo; otros, la simple adopción de los frutos de esa cultura. Imitación extralógica que acabará fracasando. Este remedo se verá en sistemas políticos, constituciones, legislaciones, orden social, estilos artísticos, sistemas filosóficos. Así, por lo tanto: “La resistencia de la realidad americana a someterse a formas que no tienen su origen en ese espíritu de originalidad e independencia será vista bajo signos negativos, con los signos de inferioridad con los que el mundo occidental ha caracterizado a los pueblos primitivos, razas inferiores o naturalezas inmaduras. (…) Es en estos americanos –apunta Zea- en los que se hará patente la idea de estar fuera de la cultura, fuera de la historia, fuera de lo humano.”

Dicho sentimiento de marginalidad con respecto a los núcleos culturales, Europa y EE.UU, produce en diversos sectores sociales lo que se podría describir subjetivamente como escisión y degradación de la personalidad básica. Por un lado, se intenta reivindicar la cultura chilena mediante una retórica nacionalista, ya sea burguesa-militar-racial o bien popular criollista o indigenista, pero por otro lado, en el reverso, se practica en virtud de la idealización utópica de los poderes foráneos, mediante el efecto de la comparación. Esto deviene en una intraimagen deprimida de los rasgos propios, tanto de raíz hispánica como los elementos mestizos, y por cierto en relación a la supermarginalidad de los pueblos originarios. La cultura del cono sur de América, sería impotente a no ser que se asimile la conducta o política que en esos otros distantes ha demostrado efectos exitosos para el desarrollo. Actualmente ha surgido el modelo asiático en las descripciones laudatorias de la mentalidad de libre mercado. No se propugna legítima interculturalidad, sino urgente asimilación.

Desde el punto de vista de la pedagogía social, según un paradigma etnocéntrico y asimilacionista, se pretende de manera perversa que países en vías de desarrollo, con características culturales diversas, aprendan y se asimilen rápidamente e imiten a los centros de poder, obteniendo así buenos resultados en la evaluación sumativa. No obstante, como los efectos en rendimiento son esquivos –en especial si se ha competido en inferioridad de condiciones y oportunidades- sobrevienen los sentimientos de nostalgia, insatisfacción y rechazo, no sólo al modelo importado, o al caudillo que lo fomenta, sino también una creciente desconfianza y un ostensible desprecio por las propias capacidades. Sin embargo, persiste la impostura de la dependencia o subordinación de quien, en último término, aspira a parecerse o a subsumirse en el ser del patronazgo, que detenta los parámetros de la legitimidad y del liderazgo en virtud de sus logros reales o aparentes.

En consecuencia, hablar de América Latina tal vez es hablar desde la marginalidad, por una parte, con respecto a los centros consagrados del poder económico y político, y por otra parte, con respecto a las aspiraciones de interculturalidad, es decir, de legitimación y de igualdad o paridad en la interacción.

La interculturalidad –dice Jesús Aparicio- es una corriente de pensamiento que se encarga de la interacción en un mismo espacio y tiempo de culturas heterogéneas, lo cual genera conflictos, que pueden abordarse a través de la educación intercultural. Este es un modelo educativo que propicia el enriquecimiento cultural de los ciudadanos, partiendo del reconocimiento y respeto a la diversidad, a través del intercambio, el diálogo y la convivencia, en la participación activa y crítica para el desarrollo de una sociedad democrática basada en la igualdad, la tolerancia y la solidaridad. Esta concepción conlleva la aceptación del paradigma crítico o de mestizaje cultural, que persigue el enriquecimiento de todos los individuos de las diferentes sociedades y culturas que conviven al mismo tiempo en espacios comunes, a través del conocimiento crítico y la asunción de las diferentes aportaciones que cada cultura realiza al acervo cultural común. En ningún momento pretende ser una amenaza a la propia identidad cultural.

Por cierto, este concepto y la práctica social que conlleva y que promueve es un gran avance si se compara con los sujetos sociales que han interactuado conflictivamente en Hispanoamérica, observando esto mediante una mirada retrospectiva. Por ejemplo, el sociólogo Pablo Hunneus analiza la cultura de masas (huachaca) en Chile y da cuenta de que al arribar el fenómeno televisivo, en la década de 1960, éste se encuentra con dos culturas en pugna: la occidental y la popular americana. Se señalan tres características de la cultura latinoamericana: presencia de la cultura occidental (racionalidad técnica y urbana), junto con la sobrevivencia de una cultura popular con otros marcos de referencia, producto de culturas ya existentes. Se observa entonces un proceso de transculturación, en el cual estas dos fuerzas van contaminándose. Prosigue describiendo el contexto social en el cual se origina lo que el autor denomina huachaca: la migración del campo a la ciudad y el proceso de urbanización, con lo cual se abandona el pueblo interior a su suerte y desidia; insuficiencia de la campaña civilizadora con un insuficiente acceso a la alta cultura, produciéndose un las capas medias de la sociedad intentos sucedáneos de ser más por la vía del consumo, por lo tanto, la TV irrumpe y se instala en un ambiente sin identidad social ni cultural, pero con deseos de integrarse a la modernidad importada. El dios huachaca es en consecuencia el producto que se consume: tanto el bien de consumo en sí mismo o su imagen mediante el programa de TV. Por otro lado, el autor afirma que en ese entorno la TV menosprecia la vida del campo, desarraigando al campesino mediante ofertas de modelos urbanos idealizados.

También este mundo urbano tiene su propia historia. Así lo describe el historiador Sergio Villalobos, indicando que en el proceso de la conquista de Chile la ciudad se organizó socialmente desde la plaza (capitanes) hasta la periferia (indios y mestizos). En ese contexto, el vecino era el tipo social clave que recibía un solar y tierra de cultivo y algunas encomiendas de indios, ya que el español “no había venido en busca de un campo para su esfuerzo y trabajo productor, sino que deseaba una posición señorial con vasallos que laboraran para él.” En estos lugares, pese a las disposiciones, los indios estaban condenados a una esclavitud y sufrimientos inhumanos. Simultáneamente a la explotación de los lavaderos de oro, se realiza una economía agrícola de subsistencia y un creciente trueque entre indígenas y españoles. Estas necesidades dieron lugar a un creciente mestizaje, acompañado con la reducción de la población aborigen, debido a la explotación y a las enfermedades. En suma, la conquista fue la imposición de una cultura dominante. Tal vez sólo la evangelización obró como amortiguador y lubricante del trabajo incesante de la maquinaria de explotación, en la perspectiva de entonces, centrada en el concepto de asimilación del dominado por parte del dominador.

Los ejemplos de dominación son abundantes en la historia de Chile, tanto desde la matriz europea que sostiene a la aristocracia y a la burguesía desde el siglo XIX en cuanto a su propia alienación de su origen europeo (España, Francia, Inglaterra, Alemania, Croacia, entre otros países que generaron inmigración en América, en especial durante la 2ª mitad del siglo XIX y la 1ª mitad del siglo XX), como a los comportamientos segregacionistas hacia las etnias americanas, por ejemplo los mapuche del sur de Chile, que es el caso emblemático en esta coyuntura política. Asimismo, también se observó segregación desde los ya instalados inmigrantes europeos hacia los árabes (palestinos, sirios) y asiáticos (chinos, coreanos) y en el presente cercano hacia la inmigración desde Perú y afroamericana (Colombia, Haití).

A modo de ilustración de esta mentalidad oligárquica dominante en la estratificación social, se puede reconocer el siguiente fenómeno recurrente en la historia chilena, y el influjo que esto produce en las conductas en la vida cotidiana y en las políticas educativas liberales hasta el día de hoy. “La alianza de sangre entre la vieja aristocracia agraria –dice el sociólogo Hernán Godoy- y los enriquecidos descendientes de los inmigrantes europeos, le dio una nueva fisonomía a la élite dirigente. La tradicional estirpe de los Errázuriz, Larraín, Urmeneta y Balmaceda unió su apellido a los Edwards, Subercaseaux, Cousiño y Lyon. Los vástagos con savia nordeuropea se injertaron en el antiguo tronco de las familias castellanas y vascas. (…) Mientras en la base social los obreros tenían que convivir con la tuberculosis, los bajos salarios y la cesantía, el boyante esplendor de la aristocracia producía mansiones y parques de ensueño. (…) En la construcción privada, la imitación prefirió los estilos neogótico, Tudor, pompeyano y arábigo. (…) El distanciamiento de las clases sociales encontró una expresión concreta en la arquitectura. En un extremo estaban las suntuosas mansiones y parques de la alta burguesía; en el otro, los improvisados, colectivos y paupérrimos barrios obreros. Entre ambos, se situaban las viviendas funcionales de la clase media. (…) En busca de profesores y de orientación educativa, Chile volvió los ojos hacia la triunfante Alemania de Bismark. (…) Los pedagogos alemanes estaban en todas partes, desde las escuelas femeninas hasta los institutos armados, desde los liceos públicos hasta las revistas científicas. Pero no siempre eran bien recibidos por sus alumnos. En protesta contra el autoritarismo germánico de su directora, un grupo de mujeres de la Escuela Normal de Preceptoras del Sur se quejaba en una carta al Ministro de Educación: “Trata de hacernos sentir como un delito nuestra condición de chilenas…Se esfuerza por hacernos sentir la gran diferencia entre una señorita alemana y una chilena araucana.”


En este marco general de alienación interna y externa se plantea hoy día el conflicto del Estado chileno con un pueblo originario, el mapuche, que por tradición histórica ha sido indócil a la dominación, si bien en la práctica ha tenido que sobrevivir enajenando sus territorios ancestrales y su lengua y sus tradiciones. No es el objetivo de este breve trabajo describir la realidad actual de dicha cultura indígena, con la que se encontraron conflictivamente españoles y luego criollos chilenos, pero sí podría ser de utilidad plantearse e interrogarse acerca de cómo funciona en la acción el concepto de interculturalidad en este contexto extremo.


¿Existe una identidad cultural, como contexto de una educación de calidad?

En los ensayos chilenos acerca de la identidad, más bien centrados en la búsqueda de una esencia tradicional, suele diagnosticarse una intraimagen del carácter nacional, cuyo conflicto principal se observa entre sus rasgos activos: voluntad de hacer y de ser, y los rasgos pasivos: sobresocialización, imitación. No obstante, ha sido evidente en el recorrido sobre la intraimagen del chileno, que frecuentemente se han adoptado objetivos y modelos de desarrollo foráneos, que para imponerse por la vía autoritaria y/o democrática, tienen que luchar con necesidades, intereses, capacidades y valores autóctonos y enraizados en un mestizaje cultural propio. El efecto histórico de este conflicto es la dominación y el sometimiento, con el mando y la complicidad de las castas superiores en la estrategia para conseguir la sumisión. En efecto, la clase social dueña del capital nacional multiplica sus dividendos en su alianza con el capital transnacional a costa del ejercicio dominador sobre el resto de las clases sociales existentes en el territorio, incluidos los pueblos originarios, que desde el punto de vista social en su mayoría componen la parte baja de la estratificación.

Ahora bien, ¿por qué deberíamos interesarnos y ocuparnos en las reivindicaciones de los pueblos originarios o de su educación, respetando su cultura? Incluso, alguien podría argumentar acerca de que son las diversas etnias las llamadas a ocuparse de sus propios asuntos. ¿Por qué entonces el blanco chileno de origen europeo o el mestizo debería destinar su tiempo, brindándole espacio en la geografía y en la historia del siglo XXI a estas culturas ancestrales, rezagadas con respecto al progreso tecnológico y que mantienen costumbres propias de tribus recolectoras de una etapa ya superada por la humanidad? ¿Cuál podría ser la razón de fondo para interesarse en la preservación de una cultura arcaica? ¿Qué sentido tiene y cómo trabajar de manera problematizadora o crítica la identidad cultural desde la educación intercultural en Chile?

Tal vez la contradicción mencionada podrá resolverse a favor de los rasgos activos y productivos del carácter chileno, sólo si desde la formación inicial se desarrolla la capacidad de amar fraternalmente a todos los seres que habitamos el espacio y la historia hispanoindoamericana. Esto significa que tanto los contenidos programáticos, los métodos y los valores (actitudes) deben ser coherentes con dicha finalidad educativa.

Por ejemplo, tanto los objetivos verticales como los transversales deben estar permeados de interculturalidad, es decir, los énfasis educacionales deben apuntar en esa dirección. Los contenidos eurocéntricos deben reducirse, cediendo espacio al estudio serio de las culturas de los pueblos originarios, como es el caso de la asignatura de Historia y Geografía, entre otras, con el propósito de hacer visible y reconocido este pueblo que comprende el 8% de la población que habita el territorio chileno, cerca de 1.000.000 de personas.

¿A qué se refiere el amor fraterno, contenido esencial de la educación? El amor es la preocupación activa por la vida y el crecimiento de lo que amamos, lo cual implica responsabilidad. Asimismo, respeto aceptando al otro diverso tal cual es, preocupándose de que crezca y se desarrolle según su propia identidad en proceso de construcción crítica. Por cierto, conlleva el conocimiento, recuperando y actualizando la legitimidad del otro en su desarrollo comunitario. Este proceso educativo centrado en el amor fraterno se actualiza permitiendo la superación de la dependencia, de la omnipotencia narcisista y del deseo de explotar a los demás o de acumular. En este sentido, entonces, la preocupación, el respeto, la responsabilidad y el conocimiento son la expresión concreta del amor –no a entes abstractos, simbólicos e idealizados en una supuesta esencia inmutable de acuerdo con la ideología dominante- sino que a seres concretos, personas, que habitan y trabajan en un territorio concreto y en una cultura en acción, influidos por ciertas coordenadas idiosincrásicas en proceso.

El marco conceptual se relaciona en síntesis con el siguiente aserto: “La identidad cultural de cada pueblo no es una cosa que se posee, sino más bien una experiencia de ser y actuar que descubre que, perteneciendo a lo más único e irrepetible de nuestras formas lingüísticas, religiosas, geográficas o históricas, pertenecemos a una verdad más grande que unifica el destino de todos los pueblos.”

El trasfondo de heterogeneidad y alteridad de ese concepto de identidad, supera el concepto anterior centrado en la idea de homogeneidad de origen racial, de naturaleza y de destino implícito en los nacionalismos burgueses excluyentes y beligerantes, presentes en la historia de Chile desde los tiempos de la conquista y de la colonia.

Hoy, en cambio, se trata de educarnos recíprocamente mediante un concepto de identidad afincado en lo múltiple y en la aceptación de lo diverso. Es necesaria la inclusión, en el currículum escolar y social, de la convicción en la praxis de que lo diverso no es adverso, de lo contrario se tenderá a reproducir en la escuela las hostilidades que hoy es urgente resolver para encaminarse hacia la paz.

En este caso, en el marco de la escuela la paz no es sólo una utopía, sino que es una necesidad primaria, es un medio y un fin, no sólo en la convivencia escolar, sino que en la construcción crítica del curriculum con la participación de todos los agentes implicados en el proceso, es decir, la escuela se constituye como un modelo de sociedad intercultural cuando es capaz de aprender construyendo su dinámica cultural mediante la participación de la comunidad. En otras, difícilmente la escuela podrá reconocer la legitimidad de otras culturas, por ejemplo, otras escuelas, ni menos la validez de otros pueblos en el contexto de la diversidad del país, si no es capaz de actuar de manera democrática en la gestación y en la concreción de sus proyecto educativo y de su proyecto curricular, atendiendo a la diversidad.

¿La actual reforma educacional potencia o impide la interculturalidad? ¿Es posible innovar en el currículum de tal manera que se avance en la diversidad desde la tolerancia hasta la interrelación de personas? ¿Qué ha venido ocurriendo con el espacio de reflexión generado por la reforma educacional chilena? ¿En este lapso de casi 30 años de lenguaje reformista, hemos logrado tolerancia y crecimiento en diversidad o más bien subsiste una sociedad estratificada y compartimentada?


Notas provocativas: anversos, reversos, metaversos y multiversos.

MOVIMIENTOS, VARIACIONES Y DERIVADAS Algunos son hitos en la historia personal de mis lecturas o conversaciones, otras son hallazgos casuale...